martes, 18 de marzo de 2008

MONSENOR ROMERO VIVE Y VIVIRA ENTRE EL PUEBLO SALVADORENO


Jaime Martínez Ventura
Abogado

El 24 de marzo de 1980, fue asesinado el arzobispo de San Salvador Monseñor Óscar Arnulfo Romero.

Su muerte fue precedida por varios atentados y un sinnúmero de amenazas. Sus asesinos, lo acusaron de ser un comunista.

Ese fue el gran pecado de Monseñor Romero: quienes tenían y siguen teniendo el poder de la vida y de la muerte, decidieron que ese “cura rojo” era demasiado incómodo para los intereses de la oligarquía y de los grupos hegemónicos que se veían amenazados por la creciente fuerza del movimiento popular revolucionario de aquella época.

Pero Monseñor Romero nunca tomó partido por una u otra ideología política partidaria. Su lucha siempre fue por la justicia social y por el respeto de los derechos humanos, traducida, ante todo, en denuncia de la injusticia y de las violaciones a tales derechos.

En su homilía dominical del 12 de agosto de 1979, dijo: “Yo denuncio sobre todo la absolutización de la riqueza.

Ese es el gran mal de El Salvador: la riqueza, la propiedad privada como un absoluto intocable y ¡ay del que toque ese alambre de alta tensión, se quema! No es justo que unos pocos tengan todo (...) y la mayoría marginada se está muriendo de hambre”.

Para él, la Iglesia no podía callar ante la injusticia social; hacerlo significaría volverse cómplice de esa situación, como lo expresó en su homilía del 24 de julio de 1977: “La Iglesia no puede callar ante esas injusticias del orden económico, del orden político, del orden social.

Si callara, la Iglesia sería cómplice(...)”. Un mes después, en su homilía del 28 de agosto de 1977, Monseñor reafirma esta concepción de la Iglesia como voz denunciante, en uno de sus portentosos pensamientos: “Queremos ser la voz de los que no tienen voz para gritar contra tanto atropello contra los derechos humanos”.

La crítica de la injusticia y de la represión que realizaba Monseñor Romero, era concreta, directa y penetrante. Concreta y directa porque hablaba de violaciones específicas y se dirigía a quienes conducían una política represiva y a quienes la ejecutaban.

Penetrante porque intentaba calar en lo más hondo de las conciencias de los perpetradores materiales e intelectuales.

El mayor ejemplo de esta calidad de denuncia quedó plasmado en su última homilía del 23 de marzo de 1980, al decir: “Yo quisiera hacer un llamamiento muy especial a los hombres del ejército, y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la policía, de los cuarteles.

Hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: no matar (...) En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno, en nombre de Dios: ¡cese la represión!”

Esta fue la última crítica del arzobispo mártir.

El mensajero de la muerte, el fundador del actual partido gobernante, cobardemente mandó a matar al pastor, justo cuando levantaba el cáliz en una misa.

Ahora el candidato presidencial y nuevo líder de ese partido, Rodrigo Ávila, pretende presentar un “nuevo pensamiento de derecha, de solidaridad y de justicia social”, basado según él, en el pensamiento del fundador de ARENA.

Los asesinos de Monseñor fueron también los asesinos de la justicia social.

Ahora, como lobos criminales, pretenden disfrazarse con la piel de esa justicia.

Pero ese disfraz no es capaz de engañar a nadie y ahora el pueblo tiene la oportunidad de una verdadera alternancia política y de no permitir que el magnicidio de Monseñor Romero continúe en la total impunidad en que lo han tenido ARENA y sus cómplices.

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“Ningún pueblo de América Latina es débil, porque forma parte de una familia de doscientos millones de hermanos que padecen las mismas miserias, albergan los mismos sentimientos, tienen el mismo enemigo, sueñan todos un mismo mejor destino y cuentan con la solidaridad de todos los hombres y mujeres honrados del mundo entero.” (Segunda declaración de la Habana)


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